José apareció en la librería con dos naranjas, una en cada mano.
—Toma. Es un regalo para Ángel y para ti.
Las cogí. Mi mirada se quedó inerte en ellas. Dos bellas y sencillas naranjas de Córdoba. El regalo más preciado. Me las había traído como recuerdo de una escapada de descanso tras los exámenes. Mi mente viajó en el tiempo. Y recaló en El balcón en invierno, de Luis Landero.
Cuatro años habían pasado. Esa misma navidad le recomendé a José la novela. No creí que le calara muy hondo, debido a su juventud. Pero me hizo caso. Y la leyó.
Landero nos habla de la bondad de los actos. De la importancia de las palabras. De los tiempos que ya no existen. De la pequeñez de la realidad, en comparación con la infinitud de nuestro recuerdo. Y de la belleza, de la perdida belleza de la palabra corresponder.
Al ponerme en las manos las dos naranjas supe que la obra del genial escritor extremeño había calado muy hondo en él. Vi que me había regalado el don más valioso que se puede dar, el de la verdadera amistad. José, un chico que ha aprendido a apreciar, a pesar de sus impetuosos veinte años, el placer de los justos actos, la belleza de las palabras, la poesía hecha prosa, y el veraz sentido de la existencia y el afecto incondicional.
Esa palabra, corresponder, la tengo marcada a fuego desde niño. (…) Entró en una alcoba fresca y oscura, que había servido siempre de bodega, la oímos y entrevimos trastear entre unas tinajas y poco después salió con dos naranjas, una en cada mano. Se inclinó solícita hacia los niños y se las ofreció, como si realizase un juego de magia. Esto, dijo en un tono rumboso, para vosotros. Los niños se quedaron perplejos, sin entender, mirando cada cual su naranja. Sin duda ignoraban que una naranja pudiera ser un obsequio. Yo les dije luego que quizá nunca habían recibido, ni recibirán, un regalo tan sincero y espléndido como aquel.
(Luis Landero, El balcón en invierno)