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Speakers’ Corner: El abuelo era así
Posted By Javier On Sábado, 17 mayo 2008 @ 19:15 In Speakers’ Corner | No Comments
Olía mal, olía a caca. El abuelo estaba detrás de la vidriera, dentro de una caja abierta, trajeado, iluminado para la ocasión como una estrella del celuloide de vampiros. No era el abuelo el que olía mal, quienes olían mal eran mis tías y mi padre. Les olía mal el cuerpo y la conciencia. La noche se avecinaba larga y hostil. El abuelo no merecía aquello. Mis tías odiaban al abuelo, lo hacían responsable del prematuro fallecimiento de la abuela, de la mala vida que había dado a unos y a otros. Era mentira, yo sabía que era mentira. La abuela había muerto de lo que cualquier día morirían ellas, y mi padre, de pura avaricia, del odio que tenían al abuelo por no haberles dejado hincar el diente a su fortuna. El abuelo decía que no lo merecían. Pero ahora… Se los notaba gozosos. Pronto se repartirían el botín.
Las tías y mi padre habían procurado lavarme el cerebro; que al abuelo no le hiciera caso, que el abuelo era “así”. Pero el abuelo jamás entró en aquellas bajezas, el abuelo me decía que escuchara, que escuchara bien a unos y a otros, y que analizara el comportamiento de las personas, que lo que parece no dice nada, en realidad puede decir bastante. Y así hice: escuché, y analicé, y aprendí.
El abuelo decía que yo había aprendido y aprendería mucho más porque era inteligente y decidido, como él, y que la gente así, preocupada en aprender, lo alcanza casi todo.
Luego había pasado el tiempo; yo era casi mayor, y el abuelo estaba allí, y yo me sentía desvalido. No podía apartar la mirada de su cara artificial, cerúlea, rígida, lisa como un busto de mármol. No podía apartar la mirada de ese ojo suyo mal cerrado que dejaba escapar una rendija de su cristalino iluminado por la tenue luz del velatorio. Sí, me sentía desvalido y lo veía a él de igual modo. La muerte me imponía sobremanera, pero en un acto de ritual camaradería, hice de tripas corazón y pasé adonde estaba y me aproximé a él. Aguanté un buen rato a sabiendas de que aquel a quien miraba en realidad ya no era nada.
Entonces fue cuando entró en el velatorio el desconocido. Un tipo muy, muy alto, rubio, trajeado. Se acercó a mi padre. No entendí lo que decía; hablaba con mucho acento. Mi padre asintió y el tipo le tendió la mano. Mi padre se la estrechó con una especie de renuencia que lo delataba. El tipo se giró sobre los talones e hizo una seña. Otros dos tipos parecidos a él y una mujer entraron en la sala y repitieron los saludos. Luego, todos pasaron adonde el abuelo y por un momento pensé que se lo iban a llevar por la cara, pero no, se lo quedaron contemplando, rezaron, en extranjero, y después buscaron acomodo y se quedaron petrificados. Escuché a dos de mis tías que cuchicheaban y luego a otra que le preguntaba a mi padre, y cómo éste asentía, y cómo otra de mis tías se dirigía a las que cuchicheaban y les decía que aquellos que acababan de entrar eran los americanos, y que ¿lo ves?, ves como el abuelo era así…
Sí, el abuelo era así y lo que más me admiraba, es que se hubiera pasado toda la vida siendo así, mientras sus allegados proclamaban que sus frecuentes viajes no eran más que excentricidades de pirado, y que casi mejor tenerlo lejos, entretenido por ahí haciendo el gilipollas; aguardando pacientes esa llamada de teléfono o ese telegrama que les comunicara que el abuelo ya no regresaría; con lo que, por fin, podrían repartirse la puñetera herencia. Mezquinos además de ingratos… vivían a su costa, pero pensaban que podrían vivir mejor cuando él dejara de estar.
El abuelo me había preguntado muchas veces qué quería ser cuando fuera mayor, y yo siempre le respondía que quería ser como él. El abuelo entonces fruncía el ceño y me decía que no, que él se había dedicado, sobre todo, a dos cosas en la vida, y que en una no me veía. La primera de las cosas, en la que no me veía, era una especie de tabú, enseguida hablaré de ello. La otra cosa eran las chicas. En lo de las chicas el abuelo decía que bueno, pero que además fuera algo, médico por ejemplo. Decidí hacerme médico. El abuelo prometió que se encargaría de los gastos. El abuelo decía que mi padre no había querido ser nada, y que ni siquiera le gustaban las chicas. Y mis tías tampoco, mis tías tampoco eran nada. Unas sanguijuelas, eso es lo que habían sido toda la vida. El abuelo lo tenía así de claro.
Cuando le insistía para que me contara algo a cerca de la otra cosa a la que se había dedicado en la vida, el abuelo le quitaba importancia, decía que tenía poco que contar, que sólo había sido un modesto funcionario del ministerio de asuntos exteriores. Nunca lo creí, tengo la certeza de que el abuelo fue espía. Resulta, que el abuelo anduvo cerca de casi todas las guerras, guerrillas, escaramuzas y trifulcas de la mitad del siglo XX, hasta que se jubiló. A saber: Guerra Civil Española, Segunda Guerra Mundial, Corea, Revolución Cubana… Se movió por toda Latinoamérica; anduvo embrollado en un par de turbiedades africanas, en algún que otro asuntillo del Medio Oriente, Oceanía y finalmente recaló en Vietnam. A Indochina llegó con más mili que el caballo del Cid, pero se ve que con la libido igual de intacta que cuando empezó, allá por el treinta y seis. Por cierto, que en Vietnam fue condecorado por el Tío Sam y luego, cuando la cosa se les torció a los yanquis, por el Vietcong. Lo de qué hizo y cómo se las ingenió para ser homenajeado por ambos bandos también se lo ha reservado para él, pero, digo yo, que algo con enjundia sería, puesto que las dos sustanciosas pensiones (sobre todo la americana) que por lo visto cada mes le ingresaban en su cuenta, dan cumplida veracidad del asunto. El abuelo era así.
Por eso, cuando se presentó en el velatorio el grupo de chinos, que no eran tales chinos, no me sorprendió. Es más, en aquel preciso instante empecé a percatarme del quilombo, como diría un porteño, que, a manera de despedida, el abuelo había organizado para la familia. Mis tías volvieron a intercambiar miradas recelosas y a fruncir el ceño, pero nadie osó preguntar a los chinos; sospechaban lo que se les venía encima. Sí, los “chinos” no eran otros que sus hermanastros y hermanastras, a su vez hijas de un par de Vietnamitas, de una camboyana y de otras dos laosianas que mi abuelo… En fin, que los indochinos otra cosa no serán, pero a fecundos, discretos y místicos los gana poca gente. Ellos a lo suyo: se sentaron en dos grupitos, sacaron su incienso, sus velitas finas como tallos de bambú, unas copitas de licor de arroz, o lo que fuera, y a su rollo, ya digo. Quedaba bien el toque exótico, pensé, y más que nunca reconocí el mérito de mi abuelo por haber sido como había sido, así.
Lo que es el destino, yo pensando que se me avecinaba la noche más aciaga de mi vida y resulta que no, que cada vez me encontraba más cómodo y con más ganas de que la cosa siguiera animándose. Gracias abuelo, dije para mis adentros, y como en respuesta a algún poder sobre lo terreno que aún mantuviera éste, entró, casi en tropel, el siguiente grupo de familiares.
Al principio creí que se trataba de un equipo despistado de la NBA, pero no. Sobre todo uno era clavado a mi tía Fermina, pero en oscuro. Algunos venían de Zimbabwe y otros de la República Sudafricana. En total ocho tiparracos de etnia Zulú y otras tres hembras no mucho más bajas. Exacto, eran los hermanastros de color, negro, de mi padre, de los yanquis, de los chinos… La familia crecía a ojos vista y la repartición de la herencia menguaba.
Mi familia africana también me cayó genial. Sobre todo el tío Ousmane, que me regaló una zarpa de no sé qué bicho. Lo llevaba en el cuello. Luego de presentar los honores al abuelo según sus ritos, me preguntó que si “tú nieto abuelo”, y yo le respondí que sí, y entonces me lo colgó, el amuleto. Me puse más ancho que alto.
Pero ahí no acabó el trasiego africano, enseguida entró otra pareja acompañada de un niño; como lo hicieron con bastante discreción, parecía que no estaban, pero sí. No voy a entretenerme con la historia de la rama bosquimana, porque es un poco liosa, pero el caso es que se trataba, ni más ni menos, de mi tío, mi tía y mi primito del desierto del Kalahari. El abuelo era así de original.
En fin, lo dicho, que el abuelo era así y que a las alturas en que estábamos, el velatorio resultaba un velatorio insólito donde los haya. Y lo fue más todavía.
Entró una rusa y yo me enamoré por primera vez en mi vida. No de la rusa, sino de aquella adolescente que la acompañaba; su hija, la hija de mi tía la de Karelia. A la rusa, además de su hija, la acompañaban otros dos rusos.
Karelia es un lugar de la Rusia Boreal que se encuentra muy cerquita de Finlandia. En Karelia el abuelo dejó un par de descendientes, que él supiera. Evgenia, la madre de mi recién estrenado amor, era una de los hijos que el abuelo había dejado en Rusia y el otro, supuse, cualquiera de los dos osos que la acompañaban. Creo que la península de Karelia es una de las regiones más bellas de este puñetero planeta. Me propuse conocerlas en profundidad, a la península de Karelia y a la hija de Evgenia. Los rusos se acomodaron junto a la puerta de la cámara acristalada donde descansaba el abuelo, digo yo que por aquello de la afinidad con el clima al que están habituados. Naturalmente no pararon de beber. Vodka, obvio.
Luego, como era de esperar, fueron llegando los otros: musulmanes de varias nacionalidades, algún europeo, antillanos y hasta una pareja de esquimales. ¿A qué juego de cartas infantil me recordaba todo aquello?…
A media noche había tanta gente, que hasta yo, que me sabía medio de memoria las peripecias del abuelo, me las veía y deseaba para hacer un cálculo fiable de los allí congregados. Me puse a repasar… ¡uf! Imposible. Creo que me dormí.
El notario se presentó a primera hora de la mañana. Dijo que venía, según deseo expreso del abuelo, a hacernos lectura de sus últimas voluntades. Mi padre, mis tías y alguno igual de ambicioso que ellos, viendo que el asunto de la herencia se enturbiaba, protestaron. Vehemente, el notario les mandó callar; dijo que el abuelo había estipulado que la cosa fuera así y así se iba a hacer.
Unos individuos colocaron un par de altavoces, conectaron un micrófono y sin más preámbulos el notario se puso a contar lo de la herencia del abuelo. Lo hizo en cinco o seis idiomas distintos…, el abuelo, como era así, hasta en lo de buscar un notario multilingüe se había preocupado.
El notario sacó un sobre de una carpeta, lo abrió y leyó una lista de nombres. Todos y cada uno de los herederos tendrían que identificarse. El que no apareciera en la lista se podía ir despidiendo.
Lo de la acreditación llevó su tiempo, pero por fin se hizo. Se habían intentado colar de rondones unos cuantos listos, pero con todo, me había quedado corto en las estimaciones. Entre hijos, nietos, esposos y esposas herederos, amantes, compañeras de fornicio, descendientes putativos pero reconocidos y varios, nos juntamos más de cuatrocientos beneficiarios de la herencia del abuelo.
Aún así (nunca mejor empleado este así), todavía más de uno confiaba en que se iba a llevar una buena tajada. Entre ellos mi padre, al que sorprendí frotándose las manos como un avaro. El notario carraspeó; dijo que, una vez se había superado la primera fase de acreditación, continuaba con la lectura del testamento.
El notario subrayó que el abuelo exigía que, antes de leer el último documento donde se hacía mención de su legado, sus herederos habrían de ponerse de acuerdo en la manera de inhumarlo. Que no quería chapuzas, que las cosas bien hechas; dijo el notario que había dejado escrito el abuelo.
Entonces, mi padre pidió permiso para utilizar el micrófono y con mucha prosopopeya, mi padre era así, muy distinto del abuelo, tomó la palabra por primera y última vez, puesto que enseguida se lió, y se lió bien gorda gracias a él. Primero ensalzó con voz engolada los valores de la familia multiétnica a la que pertenecíamos; luego insistió en que merecía la pena ponerse de acuerdo y que claro, lo mejor era dar cristiana sepultura al abuelo porque para eso… Para eso nada, ahí acabó su intervención. En cuanto insinuó lo de cristiana sepultura los musulmanes invocaron a Alá, a las huríes, al Corán y al Arcángel San Gabriel… y los demás a sus respectivos profetas; natural.
No es que estuviera de acuerdo con ninguno, la cosa sea dicha, pero lo de la familia multiétnica que había dicho mi padre me provocó un escalofrío y una especie de orgullo ecuménico que me hizo sentir un poco más satisfecho de la labor fraternal realizada por el abuelo, esa especie de evangelización sui géneris a base de lo carnal. Al fin y al cabo, pensé que bien poco se diferenciaba su doctrina de las grandes doctrinas salvadoras: follar intrigando, o intrigar follando. Si se prefiere.
Por mi parte, para entonces, estaba vivamente interesado en intimar con la hija de Evgenia, que se llamaba Ryma para más señas y que me había mirado y sonreído un par de veces.
Total, que allí estábamos, la multiétnica familia al completo a punto de salir a bofetada limpia: los de Indochina queriendo improvisar una pagoda, los americanos de EEUU empecinados en lo de los salmos y el túmulo, los rusos con su ortodoxia, los… bueno, que cada cual pretendía dar boleto al abuelo a su modo, y ya se sabe: los mormones no congenian con los baptistas, los baptistas se llevan fatal con los presbiterianos, todos ellos con los musulmanes y los cardenales católicos… Los cardenales católicos son muy suyos y no se llevan bien con nadie. ¿Y los africanos? Claro, los africanos también tenían sus ritos, natural… pero esos no contaban.
Por fin se fueron acercando posturas, cuando hay guita de por medio…, y casi se llego a un consenso, estaba a punto de aceptarse lo que, entre otros, defendían mi padre y mis tías, que deseaban que al abuelo se lo incinerara a toda costa; era lo más barato.
Uno, cuya procedencia hindú resultaba más que obvia, insistió en que lo espiritual de verdad sería poner al abuelo en una pila funeraria y dejar que se lo llevara el Ganges, o en su defecto el Guadalquivir, que era el río que nos pillaba más a mano. Nadie quiso; como tampoco nadie quiso que se pasease al abuelo por el Machupichu a la espera del próximo eclipse de sol, por muy saludable que resultara allí el aire. Pero la guinda sin embargo la puso un aborigen de Nueva Guinea, que insistió en comérselo de córpore in sepulto; según él, era el mayor tributo que se le puede brindar a un gran hombre. Alguien, no sé quién, dijo que por caníbal y salvaje merecía quedarse sin herencia. El de Nueva Guinea protestó: que lo de caníbal vale, pero que lo de salvaje era discutible y la verdad, visto lo visto, a mí me pareció que no le faltaba razón. Aún así, si no es por el notario lo excluyen del reparto.
Por fin se acordó delegar en una comisión de tres personas, al frente de la cual se las apañó para encaramarse el ladino de mi padre. La suerte del abuelo estaba echada: incinerado de todas todas.
El asunto se aceptó por mayoría simple mediante votación a mano alzada. Entonces el notario redactó un documento legal in situ que certificó con su rúbrica y se dispuso a leer el último documento, el que supuestamente aclararía a cuanto tocábamos de la herencia.
Era una pequeña carta manuscrita. Se lo instó a que leyera inmediatamente; lo hizo. La carta del abuelo decía:
Familia toda:
Habéis estado esperando este momento con ansiedad, y por fin ha llegado. La he guiñado que diría un castizo y os disponéis a cobrar la herencia de cuya existencia jamás he hecho que dudarais. Pero era mentira. Bueno, algo de dinerillo sí que he tenido, el que he ido empleando en la educación de los unos y los otros ¿o de dónde creíais que salían vuestras becas y vuestra manutención hasta la mayoría de edad…, los extras, los préstamos que jamás devolvíais, las trampas que le he ido tapando a más de uno?, ¿eh? Exacto, del abuelo. Pues eso, que la herencia se ha ido en vosotros. Nunca mejor empleada… bueno, no sé.
Sólo me he permitido reservar una pequeña cantidad para reuniros a todos cuando muriera. Me hacía ilusión. Los viajecitos salen por un pico, pero habrá merecido la pena si, de entre todos vosotros, al cabo me queda el reconocimiento de unos pocos, de dos… de uno sólo.
No tengo más que decir, sólo agregar que la vida se vive una vez y que el que haya estado esperando de mí algo que, como acabo de decir, ya ha ido recibiendo durante todo este tiempo… en fin, que yo, ya lo sabéis, soy así y que creo que he cumplido.
Se quedaron de piedra, cada cual protestando en su idioma, y si no hubiera estado ya muerto, al abuelo lo linchan, seguro.
Tardó poco en quedarse vacío el velatorio. A nadie le interesaba ya el abuelo. Hasta el notario, considerando su deber cumplido, recogió sus bártulos y se marchó. Al final sólo quedamos mi padre (que no paraba de maldecir al abuelo), el pariente de Nueva Guinea y yo. Mi padre hizo un movimiento de cabeza indicando la salida, pero yo le pedí permiso para quedarme un rato. Mi padre se marchó enfurruñado.
Hice un apresurado repaso de los acontecimientos; pensé más que nunca que el abuelo era así, y que yo dentro de un año y medio cumpliría la mayoría de edad y entonces me iría a buscar a Ryma a Karelia. Así lo convinimos durante los ratos en que habíamos hablado. El encuentro significaría el comienzo de nuestra emancipación; luego ya veríamos… Creo que, tanto Ryma como yo, lo teníamos bastante claro, que éramos un poco así, como el abuelo. Naturalmente, también estudiaría para hacerme médico y luego viajaría por el mundo ejerciendo donde más se me necesitara, posiblemente en una ONG o algo por el estilo.
El pariente de Nueva Guinea hizo un gesto como de que ¿y ahora qué hacemos? Todos se han largado y nos han dejado con la responsabilidad… Me encogí de hombros para escenificar mi desconcierto. El pariente de Nueva Guinea fue entonces bastante explícito con lo de los gestos: que si no me importaba que, dada la situación, procediera a comerse al abuelo; vino a decir… Lo pensé, poco, la verdad. Respondí con un movimiento afirmativo de cabeza, al tiempo que lo invitaba a proceder con la palma de la mano extendida hacia el abuelo. Todo tuyo, murmuré. El pariente de Nueva Guinea sonrió, me dio las gracias con varias genuflexiones y se dispuso a… mas antes, educado, me hizo otra seña para que compartiera con él la vianda. Que si gustaba, vamos. ¡No, no! Gracias, que aproveche. Le dije con naturalidad. Y luego me marché, y pensé una vez más que, efectivamente, algunos de los descendientes del abuelo éramos parecidos a él, un poco así.
Enrique Javier de Lara.
Alcalá de Henares, noviembre de 2007
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